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OTRA MIRADA

QUE NO PASE JAMÁS

Aquel sábado el cielo lucía con especial intensidad. Las cerezas picoteadas por los pájaros se secaban, pendientes de las ramas. Las ciruelas claudias maduraban en los árboles mientras el trigo, la avena y la cebada amarilleaban las orillas del río. Las piedras de afilar preparaban las hoces para su duro trabajo.
Los niños, calzados con alpargatas, correteaban por las calles, se subían a los árboles, cazaban lagartijas y de vez en cuando se colaban en la sacristía para tratar de encontrar el lugar en el que el párroco escondía las ostias que todavía nadie había bendecido. Por las tardes se acercaban al río, a jugar con las piedras a la r ana y aprender a nadar sin un monitor que les explicara cómo tenían que mover los brazos. En esos años comenzaban a existir ratos de infancia en un país donde los niños habían sido parte de la fuerza de trabajo desde que sus músculos les permitían realizar algunos esfuerzos.
Las mujeres descolgaban las mimbres secas para hilv ana r cestos y conversaban al atardecer. Cuando acudían al lavadero charlaban animadamente de sus cosas, frotando y escurriendo la ropa, en uno de los pocos espacios que tenían reservados para su vida pública. Muchas de ellas trabajaban de sol a sol, tratando de enderezar a sus hijos y soñando con que pudieran ir a la escuela y mejorar sus condiciones de vida.
Los hombres trabajaban del día a la noche, ajenos a buena parte de la vida familiar, manteniendo una disciplina a prueba de sentimientos. Por las noches inundaban las cantinas donde jugaban al dominó o al tute.
La vida transcurría en aquel pueblo del Bierzo, acompañando a la naturaleza, siguiendo el ritmo solar, sobreviviendo en un momento de gran transformación social, con un gobierno que no paraba de construir escuelas y contratar maestros, pensando que la instrucción pública podía ser una herramienta para sacar a millones de personas del país del ana lfabetismo y la miseria.
Cinco meses antes una coalición de partidos de izquierda había g ana do las elecciones. Ese gobierno tenía un proyecto político que pretendía erradicar las tremendas injusticias sociales y garantizar oportunidades para todos los ciudadanos. La igualdad, la libertad y la fraternidad, el espíritu de la ilustración fran cesa, era la raíz de su acción política. Por fin los desfavorecidos, los que durante siglos no habían tenido ni voz ni voto, sentían que formaban parte de la sociedad, que el Estado les atendía, se preocupaba por ellos.
La vida transcurría con sus luces y sus sombras, en un país que se había convertido para mucha gente en esperanza para millones de seres humanos. Pero ese 18 de julio de 1936, los peores militares de nuestro país, los que servían a los intereses de la aristocracia terrateniente más reaccionaria, con la coartada de Dios y la búsqueda del orden, los que despreciaban la democracia porque repartía el poder y los recursos, destruyeron con un golpe de Estado esa oportunidad. Miles de hombres y mujeres fueron asesinados, obligados al exilio o encarcelados para que unos pocos conservaran intactos sus privilegios. Y millones vivieron durante cuatro décadas sin poder disfrutar la libertad ¡Que no pase nunca más!
Publicado el 18 de julio de 2007

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